Lo primero que me dijeron al llegar al claustro del
colegio es que la mayoría de mis compañeros del año anterior
volverían a estar en mi misma clase. Nada me hacía más ilusión
pues había tenido un final de secundaria muy bueno y además
compartiría aula con mi mejor amigo otra vez. Comenzábamos ya el
Bachillerato lo que significaba que eramos de los mayores del colegio
y además nos estábamos preparando desde ese mismo instante para
afrontar la Selectividad ya que cada nota contaría. Entre saludos y
reencuentros vi a ese amigo que me hacía sentir tan confuso. Él me
miró, yo le saludé, y como si fuera un completo extraño pasó de
mi evitándome como si se avergonzara de que le vieran en público
conmigo. Tantas veces me había restregado planes a los que
casualmente se había olvidado invitarme, tantas veces me había
defendido en privado para luego reírse de mí en público, tantas
veces me había golpeado emocionalmente que al final la gota colmó
el vaso. Tenía pocos amigos pero me sentía muy unido a ellos, y que
uno de ellos me desestimara de aquella manera me inundaba de
tristeza y desesperación.
Evidentemente nuestros amigos comunes me preguntaban de
las causas por las que yo ya no quería juntarme con aquella persona
(pues él ya les había empezado a comentar la situación), pero mi
verdad nada podía hacer frente a sus quejas lastimeras y sus
lamentos vacíos. Al final yo volvía a ser el malo y tendría que ir
a pedirle perdón como tantas veces habría hecho. Pero ya no. Me
había cansado de ser su marioneta y de que me utilizara como blanco
de sus inseguridades y de su falta de autoestima. Tenía que empezar
a ser capaz de discernir entre la gente que me convenía y la que no
y por suerte aún me quedaban personas en las que confiar. No iba a
ser un camino fácil pues tendría que vencer muchas inseguridades y
además los últimos acontecimientos me habían abierto una herida
emocional que tardaría tiempo en cerrar, pero no podía dejar que
todo lo que había conseguido durante el verano se desvaneciera de
aquella manera.
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