Al igual que había sucedido con la ida, el avión de
vuelta saldría con retraso así que tuvimos mucho tiempo para
recorrer el aeropuerto varias veces. Tenía muchas ganas de volver a
casa y contarle a mi familia todo lo acaecido durante el último mes,
sin embargo también me daba pena el despedirme de la gente
maravillosa que había conocido ese mes. El cansancio nos inundaba a
todos, pero en cuanto subimos al avión no pudimos evitar levantarnos
y armar jaleo durante todo el tiempo que duró el trayecto. Sin
embargo había algo que me venía contrariando durante los últimos
días. Una persona a la que apreciaba había ido
cambiando su actitud durante la última semana y para las últimas
horas parecía huir de mí. Era la misma actitud que tantas otras
veces había adoptado y que a mí me sacaba de quicio. Ese victimismo
facilón que me convertía en el paranoico y en el malo de la
película y a él en el pobre choco abandonado. Con el viaje a
Inglaterra pensaba que conseguiríamos afianzar nuestros vínculos,
pero tal vez todo había sido una ilusión que se disiparía en
cuanto llegáramos de nuevo a Murcia.
El resto del verano transcurrió con tranquilidad y por
fin llegó Septiembre. Fue entonces cuando todos los compañeros del
viaje aprovechamos para quedar ya que las clases no empezarían hasta
mediados de mes. Allí estaban casi todos y allí estaba,
evidentemente, él. Daba la casualidad de que veraneábamos en la
misma playa y, pese a todo lo que habíamos vivido juntos, no me
presentaba más que una actitud hostil cada vez que nos cruzábamos
por el paseo marítimo. Y sin embargo en aquella ocasión volvía a
ser la persona encantadora con la que tantas cosas compartía y con
las que tantos buenos ratos había pasado. No sabía que pensar. Tal
vez fuera yo el que le daba demasiada importancia a ciertos gestos
ocasionales cuando lo que tenía que hacer era aprovecharme de esos
momentos y olvidar las humillaciones. Sea como fuere en dos semanas
comenzaríamos el colegio y sería el momento de descubrir de una vez
por todas su verdadera naturaleza.
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